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¿Se puede hoy hablar de la muerte? Mons. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos.


noviembre de 2005

No es políticamente correcto. Pero se puede y se debe hablar de la muerte. Porque se trata de una realidad que no por misteriosa y enigmática, deja de ser ineludible. Y todos los hombres, creyentes o ateos, terminan preguntándose qué sentido tiene el morir y qué les espera después de cerrar los ojos por última vez.

Eso explica que la muerte sea uno de los temas más recurrentes en la literatura, en la filosofía y en el mundo de las creencias. La misma cultura actual de occidente, tan nihilista y alejada de las grandes cuestiones que inquietan a todos los hombres que se toman en serio lo que son, se sigue inquietando y preguntando por la muerte. El mismo esfuerzo morboso de ocultarla a toda costa es una prueba más de esa inquietud.

Ciertamente, los que no creen en nada y consideran que esta vida es la única que existe, tienen que sentir desesperación y angustia a medida que se acerca el final de sus días. También tiene que ser terrible la muerte para quienes sólo creen en la inmortalidad del alma. Porque debe ser insufrible separarse de un amigo que nos ha acompañado durante toda la vida: nuestro cuerpo.

Para quienes creemos en Jesucristo, la muerte es otra cosa. Ciertamente, nuestra fe en Cristo no priva a nuestra muerte de su existencia, dolor y desconcierto. Pero le da la clave para esclarecer el enigma. Y la clave no es otra que la resurrección de los cuerpos. Del nuestro y de todos los hombres con quienes hemos compartido afanes, ilusiones y proyectos. La creencia en la resurrección de los muertos es tan esencial al Cristianismo, que, además de ser la única religión que la admite, hace de ella su verdadero quicio.

San Pablo no puede ser más tajante: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe». Y «si nosotros no resucitamos, Cristo tampoco ha resucitado». El mismo Jesús lo dijo con toda claridad: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, aunque haya muerto vivirá. Y todo el que cree Mí, no morirá eternamente». Si los cristianos no creyéramos en la resurrección seríamos unos pobres hombres y unos locos de atar. Porque iríamos detrás de un derrotado y ajusticiado en una Cruz. ¡Pero creemos que, así como Jesús resucitó, nosotros resucitaremos con él!

Aunque sólo fuera por eso, valdría la pena ser cristiano. ¿A quién no entusiasma, en efecto, pensar que no todo termina con la última palada de tierra, que la muerte no tiene la última palabra, que el final de esta vida es el final de un camino que nos introduce en uno que no se acaba? ¿A quién no le encandila pensar que volverá a encontrarse con su mujer, con su marido, con el hijo que perdió en accidente, con el hermano a quien no conoció, con la novia a quien tanto lloró, con el amigo con quien pasó tantos y tan buenos ratos? ¿Quién no vibra pensando que amanecerá un día que ya no tendrá puesta de sol, ni despedidas, ni ausencias?

Se puede no creer en Jesucristo. Se puede no ser cristiano. Se puede afirmar que no hay más vida que ésta. Lo que no se puede es tener fe en Cristo y no creer en la resurrección de los muertos. Ser cristiano y creer en la resurrección es un binomio indisoluble. Moriremos con Cristo, sí. Pero resucitaremos con y por Él. Esta fe no es el opio del pueblo, como sostenía el marxismo. El verdadero opio del pueblo es proponer al pueblo un horizonte materialista y ateo. Porque es drogarle con el peor de todos los pesimismos, secando hasta la misma fuente de la esperanza.

 

Mons. Francisco Gil Hellín,
Arzobispo de Burgos

 

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