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Puerta Osario. La Caja. Álvaro Pastor Torres


 Si la infancia de Antonio Machado quedó marcada por el huerto claro, el limonero del palacio de las Dueñas y los días azules con el sol que dejó plasmados en el billete postrero que le encontraron en su abrigo, la mía se encierra en una oficina de la Caja de Ahorros Provincial San Fernando de Sevilla, con la vieja Olivetti de color verde donde hacía mis pinitos en la crónica taurina narrando aquellas corridas albaceteñas de ASPRONA que televisaban cada verano y donde siempre toreaba Dámaso González; el largo mostrador de madera con dos ventanillas de cristal como las que pinta Forges en sus chistes de funcionarios; mi tío Ricardo anotando manualmente en fichas y cartillas los reintegros que se abonaban con billetes marrones de veinte duros en los que aparecía Manuel de Falla; la lámina de la Virgen de la silla de Rafael que ocupaba el marco de madera donde pocos años antes había estado el retrato de un Franco ufano con pelliza de piel, y a mi padre sentado en su sillón de director tapizado de cuero verde, anotando los cargos de las alargadas facturas de Sevillana con la secreta esperanza de que después cuadrara a la primera el cotejo de recibos y asientos en las fichas. Allí pasé muchas horas de mi infancia y es que la oficina era mi casa, no en sentido metafórico sino real, pues la sucursal ocupaba unas cuantas habitaciones del caserón donde me crié, en la calle Larga de Paradas.

La exposición casi clandestina (no hay ni un mal cartel que la anuncie en la puerta del centro cultural de la calle Laraña) con motivo del 175 aniversario de Cajasol me ha quitado de golpe muchos años y me ha devuelto a esa nebulosa de la niñez donde aún tengo grabado por igual al secretario del Ayuntamiento entrando rápido en el escritorio para contar que habían  atado a Carrero Blanco y el azulejo de Navia con el escudo corporativo en la puerta de una casa que no existe ya.

Por ello, más que los cuadros de ilustres próceres que fundaron como iniciativas filantrópicas las primeras cajas de ahorros (entre ellos el deán López Cepero, ilustre coleccionista de buen arte desamortizado), los lienzos decimonónicos, los tapices flamencos y los cuadros murillescos adquiridos gracias a las obras culturales de las entidades que hoy confluyen en Cajasol, o las fotografías de Loty con aceituneras de Dos Hermanas y cigarreras en plena tarea, lo que más me ha llamado la atención ha sido volver a ver esos ingenuos carteles del Día del Ahorro y las huchas metálicas numeradas que custodiaron mis primeros ahorros ya volatilizados. En verdad tenía razón Rousseau: la infancia es el sueño de la razón.

Publicado en EL MUNDO de Andalucía, Edición Sevilla, el Sábado 12-VI-2010










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