¿Jesús Expira en el Museo? Alberto de Faria Serrano.

Era ya cerca de la hora sexta cuando al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús dando un fuerte grito, dijo:"Padre, en tus manos pongo mi espíritu" y, dicho esto, expiró. Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: "Ciertamente este hombre era justo."

Jesús se encomienda al Padre en el desenlace definitivo, devorado por el dolor y cumplida su profecía. Es una imagen desgarradoramente humana y que rompe estéticamente el patrón manierista del discípulo de Vázquez el Viejo y bebe espiritualmente del canon dramático y efectista del Laocoonte helenístico. Es un Jesús expirante hasta el último aliento donde se proclama la grandeza de la condición del hombre y del hijo de Dios.

Su mirada presa del pavor, se eleva a lo alto y la boca, entreabierta susurra una palabra o se prepara para exhalar el último aliento». En esa exhalación postrera se canaliza el vértigo de la existencia  y parece diluirse el último vestigio de su condición humana. Se estremece el orbe al mismo serpenteo con que se convulsiona su cuerpo sentenciado en el paroxismo del colapso orgánico. Se estremece la tierra y el triunfo de la Santa Cruz se atisba en que, a pesar de que se desatan las fuerzas telúricas de las tinieblas, permanece erguida en el Gólgota  como símbolo del Poder de Dios.

Por eso parece que se va a desplomar sobre los clavos mucho antes de llegar al Museo. Pero no lo hace. La inercia de su inmediato óbito se suspende en el cielo elevado por los candelabros encendidos que sostenemos los que abajo le rezamos desde la oscuridad de nuestras debilidades y pesadumbres. No permitimos que expire para que su aliento siga vivo. No dejamos de elevarle al cielo. Por eso Jesús no expira jamás en el Museo. 

Foto: Francisco Santiago.