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Francisco Robles: "Recuerden" (I)


 Recuerden que todo comenzó con la infancia, ese territorio donde sólo existe una calle: Pureza. Recuerden que todo empieza cuando el Domingo de la Luz esta ciudad repite por las esquinas la frase del Nazareno: Dejad que los niños se acerquen a mí.

Entonces se obra el prodigio, entonces cuaja el milagro que hemos esperado en lentas y lluviosas tardes de Cuaresma. Entonces, y sólo entonces, el Cristo vuelve a entrar en la ciudad que siempre fue suya porque ella lo quiso. De rosa y oro, inocencia en estado puro.

Un parque luminoso donde un niño recibe el primer caramelo de su vida: dulzura que le irá envenenando el alma hasta convertirlo en un amante de la ciudad. Ese primer caramelo le abrió los ojos al niño, preso del asombro.

Y le produjo un repeluco a su padre que aún le dura: de aquello han pasado casi veinte años, que en el tango no es nada pero que en la vida de ese niño lo es todo. Y en la de su padre, también. Así es el Domingo que nos embarga con el regreso al paraíso renacido de la inocencia.

Recuerden esto porque tal vez sea lo único importante de la Semana Santa. Ya lo dijo el Divino Galileo. Para entrar en su Reino había que ser como uno de esos pequeños que lo acompañaban. Hijo de la Pureza de María, la vecina que vive en el corralón más grande Triana.

La que va con sus hijas al médico cuando hace falta. La que se queda guardando las cabeceras de las camas de hospital. La que se sabe los nombres y los dolores de los suyos. La que siempre lleva menos flores de las que debiera, porque en ella todo es exceso, porque ella no se cansa nunca de amarnos con la rosa recién cortada de su amor.

Dejadme que la llame con la pureza de su nombre. Sin adjetivos que distraen su esencia materna. Dejadme que lo pronuncie como si fuera el último tercio de una soleá alfarera: Esperanza de Triana.

 Recuerden que para vivir de verdad esta fiesta hay que volver a ser el niño que fuimos. Hay que limpiarse de dimes y diretes, de prejuicios y de carnés, de fariseísmos y de vanidades. Hay que salir a la calle con la desnudez del Cristo que se ofrece en el mismo amor que demuestra el pelícano hacia sus crías cuando se abre el pecho para alimentarlas con su propia sangre.

Porque la Semana Santa es Amor o no es nada. Amor del padre que va a la hermandad con la ilusión en los ojos para apuntar al recién nacido que lleva su sangre y que llevará su túnica cuando él ya no esté en el cortejo de este mundo. Amor de imagineros que se devanaron los sesos para buscar a Dios en la madera.

Amor cincelado a golpe de martillo que consigue repujar la plata que le pone un contrapunto lunero a la luz del atardecer. Amor en cada puntada de hilo, en cada flor colocada con mimo y con primor. Amor en forma de corcheas y semicorcheas, de fusas y semifusas que nos descomponen por dentro cuando escuchamos la música que alarga el manto de la Virgen en el pentagrama de la emoción. Amor, amor, amor…

Todo es amor ajustado en la faja del costalero, en el esparto del penitente, en el nudo de la corbata del capataz, en el agua que mana del cántaro que lleva como una cruz de barro ese Cirineo al que llamamos aguaó. Amor cortante de los filos con que nos hiere la saeta. Amor nazareno que va derramando la cera como si fuera la sangre iluminada de Dios.

Amor que contagia al niño que de pronto sabe, como si Alguien se lo hubiera revelado, que jamás querrá ni podrá salir de este Paraíso durante el resto de su vida.

Recuerden que luego llegará la adolescencia como un naranjo a punto de estallar, con el deseo apuñalando las pupilas y hundiendo el ala del tormento en el pecho: a la altura exacta del corazón. En estos días se hace presente la pasión que se sumerge en el alma y que nos desborda el cuerpo.

La belleza traza curvas de ballesta, tapiza las caderas y deja entrever las líneas donde se aprietan los encantos femeninos. Resurge la piel tostada que se vuelve más morena aún cuando los rayos del sol la besan en las calles que dan al poniente. Labios como espadas que cortan la mirada en dos, que suspenden el suspiro y nos dejan rotos y desangrados en las aceras que sólo sirven para que comprobemos cómo pasa la vida de largo.

¿Quién no se ha enamorado durante los días en que la ciudad es una mujer dulce y sensual como uva en agraz, como naranja apretada de zumos, como manzana madura? ¿Quién no ha sentido esa punzada al paso de un rostro modelado por la mano de la belleza misma, de una cintura que se estrecha para desafiar el paso del tiempo que cae lentamente por ese cuerpo con hechuras de reloj de arena?

¿Quién no ha sentido el silencioso desafío de unos ojos tan hermosos como la tarde, ojos que nos devuelven la brumosa levedad del incienso que se eleva como el deseo al cielo tan presentido como perdido?

Todo esto lo sé porque me lo han contado. Como ustedes comprenderán, uno es incapaz de fijarse en estas cosas… Recuerden que un servidor sólo toca ese palo de la baraja, y que por tanto no puede ponderar los encantos masculinos más allá del rancio aroma que destila el Varón Dandy.

Fotos del libro "Recuerden" de la Editorial Jirones de Azul










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